Aún cuando la corrupción política, y sobre todo la económica, son
hoy en día las que ocupan de forma notoria los titulares de los
diferentes medios de comunicación, hay otra corrupción, la
“invisible”, que nos suele pasar desapercibida a la mayor parte
de la ciudadanía, pero que podemos considerar que actualmente es la
de mayor gravedad, ya que se trata de una corrupción institucional,
que afecta, en mayor o menor medida, a todas las estructuras y a la
misma legislación.
España firmó, en diciembre de 2003, la Convención de Naciones
Unidas contra la Corrupción, que entró en vigor a finales de 2005 y
que nuestro país ratificó en junio de 2006, y que tipifica los
delitos de: soborno y cohecho por funciones públicas nacionales e
internacionales; malversación, apropiación indebida o desviación
de bienes por funcionarios públicos; tráfico de influencias; abuso
de funciones; enriquecimiento ilícito; soborno y malversación de
bienes en el sector privado; y blanqueo del producto del delito.
Según la definición de Nye, la corrupción política “es el abuso
de un cargo o de una posición pública para beneficio privado”, lo
que supone la violación de un contrato por un servidor público
respecto del Estado y la ciudadanía ( Nye, 1989)
Este quebrantamiento del criterio ético-democrático conlleva, sin
excusa alguna, a la obligación ética de dimitir del cargo público,
independientemente de la apelación a la justicia.
Pero no se nos debe escapar que para que exista corrupción son
necesarias dos partes: el corruptor y el corrupto. Por lo que
respecta a España, según el informe anual que confecciona la ONG
Transparencia Internacional, en 2005 los españoles no reconocíamos
pagar sobornos a ninguna institución, pero en 2007 ya era una
realidad reafirmada por un 2% de la población, al tiempo que ha
incidido en el 5% de los españoles que han admitido haber pagado
sobornos, lo que supone que una de cada 20 personas en España ha
accedido al pago de cantidades a instituciones públicas de forma
ilegal, lo que incide de forma notable en el hecho de que, cada vez
más, la ciudadanía, lamentablemente tolere, y hasta considere
inevitables, los frecuentes casos de corrupción a todos los niveles.
Esta tolerancia contribuye a que el fenómeno de la corrupción
política suponga el marco de toda una cultura de la corrupción.
Si ya de por sí la corrupción política ha de combatirse con todos
los medios de que dispone el sistema democrático, ahora que somos, o
deberíamos ser conscientes , que en la actual “crisis” económica
a escala global, el fenómeno de la corrupción política ha tenido,
y está teniendo, un papel clave que acrecienta la particular
gravedad de la misma en nuestro país, es la hora de hacernos sin
remilgos, ni falsas lamentaciones, la pregunta:¿Qué parte de
responsabilidad tenemos la ciudadanía en tanto hayamos podido hacer,
de forma más o menos voluntaria, por acción o por omisión, dejadez
de nuestras obligaciones democráticas, de control y denuncia de
estas actuaciones, pensando que esa era tarea exclusiva de nuetrs@s
representantes políticos?